
A lo largo de mi vida, solo puedo contemplar las maravillas que Dios ha hecho en mí. Y, sinceramente, no tengo cómo pagarle. A Dios le debemos todo, y esto no es un simple romanticismo, sino una verdad profunda.
Soy Francisco Bucardo, seminarista, y acabo de terminar mis estudios de Bachillerato en Teología en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en Roma. Esto ha sido posible gracias a la generosidad de muchas personas y familias que apoyan a diferentes diócesis del mundo, para que sus seminaristas puedan formarse fuera de sus lugares de origen y enriquecer su experiencia.
Me considero una persona afortunada. Dios me ha llamado, como llama a todos, a una vocación específica, sin olvidar que todos estamos llamados a la santidad. Estoy convencido de que mi felicidad está en entregarme al servicio del Evangelio de Jesucristo en su Iglesia. Así como muchos encuentran su plenitud en el matrimonio y en la paternidad, yo, al decirle «sí» al Señor en la vocación sacerdotal, siento que realizo aquello para lo que fui creado.
Fui elegido entre mis hermanos de formación en mi diócesis para salir de mi tierra y completar mis estudios teológicos en Roma, en el Colegio Eclesiástico Internacional Sedes Sapientiae, durante cuatro años. Puedo decir que han sido cuatro largos años desde el punto de vista emocional, por estar lejos de mi familia y amigos; pero también han sido cuatro años veloces, en los que he encontrado una nueva familia compuesta por personas de muchos países y culturas. Esta diversidad ha enriquecido mi visión del mundo y del sentido pastoral en el trato con los demás.
He encontrado amigos que se han convertido en hermanos, y sé que, aunque regreso a mi país, cuento con ellos, y ellos pueden contar conmigo.
Caminar por los pasillos de la universidad es algo que nunca olvidaré, porque en cada uno de ellos siempre encontraba a alguien con quien compartir un saludo. Fui representante de mi clase durante tres años consecutivos, no porque lo buscara, sino porque mis compañeros confiaban en mí. Sabían que cualquier misión o encargo que se me confiara lo asumiría con amor, y todo lo que se hace con amor, sin duda, da buenos frutos.
He vivido momentos significativos en la historia de la Iglesia: la muerte de dos Papas y la elección de uno. Guardo recuerdos memorables del Papa Francisco y su entrañable frase después del Ángelus: “Non dimenticate di pregare per me, buon pranzo e arrivederci.” También recuerdo el solemne saludo con el que inició su pontificado el Papa León XIV: “La paz esté con ustedes”.
Ante todo lo que he recibido de tantos —en especial de aquellos que desde sus hogares rezan por nuestras vocaciones—, no me queda más que orar por ustedes y, desde mi pequeñez, expresar un enorme y sentido:
¡Gracias, gracias, gracias!





